¿Qué fue de Robertino Rosellini?

Una mañana de esta semana, estaba en la Hemeroteca Municipal, en el cuartel del Conde Duque, buscando la primera entrevista que firmé. Tenía que encontrarla para algo que me pide alguien y a eso me puse.

Viajé treinta años en el tiempo. No era ni mucho menos mi primer trabajo como periodista. Hasta ese día, ya llevaba 3 años de lo que ahora se llama «becario» y que antes se denominaba «meritorio». Te daban de alta de cualquier cosa para que pudieras cobrar lo que fuera, y si te rompías una pierna por lo menos tener un seguro médico. Casi como ahora. No, antes era mejor, creíamos en cosas.

La verdad es que ir a la Hemeroteca Municipal me gusta. Me recuerda los trillones de horas pasados allí y en la Biblioteca Nacional, cuando tenías que documentar un trabajo. Me gustaba el silencio, me gustaba el olor y me gustaba la desconexión momentánea de la realidad para introducirte en otras realidades que necesitabas descubrir, comprender y en cierto modo, atesorar. Me gusta esa sensación y a partir de ahora, cuando quiera perderme en Madrid, en silencio,  «sin levantar sospechas», y no tenga tiempo de subir a Siete Picos, volveré a la hemeroteca, lo prometo.

Pero no me quiero ir del tema. Estaba en el Conde Duque, hojeando tomos, hojeando porque esa entrevista era del 85 y por el momento solamente tienen microfilmados los ejemplares a partir del año 88.

Pasé toda una mañana, hojeando prensa vieja, (sin chupar el dedo al pasar las hojas, por si me envenenaba como en El Nombre de la Rosa),  hablando con Maria José de archivo, interesada en mi búsqueda, y finalmente, después de tres horas (que se me pasaron en un pliki) encontré mi entrevista.  Me hizo gracia mi primera firma. Supongo que con 24 años, todavía no había encontrado «mi nombre» y por hacerme mayor, firmé Concepción bla y bla. Ahora firmo Concha como todos me conocéis, que tampoco es mi nombre; pero eso es otra historia.

Antes de llegar a «mi año», quería encontrar como referencia, las primeras entrevistas que yo no firmaba pero que doy fe que son mías, pues conservo las cintas de la grabadora Sony que también atesoro en mis reliquias del pasado. En esos años me daba mucha rabia que no se reconociera mi trabajo y estar supeditada a que firmaran otras que no habían movido una tecla, por mor de su experiencia en la redacción, pero reconozco que ahora me da hasta igual. Después de todo lo que llevo visto en esta profesión, a punto de cumplir 50 años,  es que me es indiferente. Ahora, no sé en qué parte de la pirámide de Maslow me encuentro, pero prefiero mil veces cobrar por mi trabajo (ardua tarea by the way) que el archi proclamado reconocimiento social; así por lo menos puedo salir de la casilla uno.

Volvemos a la Hemeroteca Municipal: donde el edificio nuevo recoge la memoria de la prensa en papel, su olor, sus ecos, lo que pasó y cómo lo contaron . Hojeo los tomos que recogen la revista HOLA. «Sí HOLA, ¿pasa algo?» (Eso le decía a un antropólogo ilustre cuando no hace mucho, me preguntó por mis comienzos y le respondí que hacía entrevistas a políticos para HOLA en la época de la beautiful people y puso cara de estar oliendo un cadáver de seis días).

¿Pasa algo? ¡Ni que todo el mundo tuviera que empezar en el Times!  Ya me hubiera gustado, pero no se dio, la verdad.

Hemeroteca vs. Cementerio

Vuelvo. Y hablando de cadáveres, mientras hojeo los tomos, pienso que ir a la hemeroteca es como ir al cementerio: sólo ves gente muerta.

Famosos internacionales como Jackie, Reagan, Thatcher, Farah Diva, Taylor, o nacionales como Paquirri, De Mora y Aragón, Jesús Aguirre, Ordoñez, Dominguín, la Jurado, Lola… Muertos y remuertos.

Y entre los vivos, no está mejor la cosa.

Veo a las infantas de España, «dándolo todo» en el baile de una boda real en Bruselas, tonteando con la nobleza europea, con las pieles grasas de la adolescencia y el sudorcillo en el labio superior, pero felices, antes de los ceses de convivencia y las imputaciones.

Veo a Sofía Loren, bellísima,  con Carlo Ponti; veo a Carolina, hace 30 años, mucho más atractiva de lo que podrá ser su hija Carlota jamás; veo a la inefable Estefanía con Anthony Delon; veo a Tita con Borjita y Heini Thyssen (Heini, ¡no mires para abajo y sigue en el cielo con tu gin tonic, que esto es un desastre!); veo a Rosarillo Flores de novia de Quique San Francisco, a Preysler con cara de niña bien, un año todavía con Julio y al siguiente con Griñón; veo a Lolita casándose y a Lola «si me queréis, irse», veo a Miriam de la Sierra feliz con Rafi Escobedo, a los Reagan en su rancho tejano, a Liz con Richard mirándose a los ojos como sólo pueden hacerlo los que se aman de verdad. Veo a la beautiful people española en pleno esplendor de sus casas, de sus yates, de sus fincas de caza; veo a políticos de la primera era socialista compartiendo portada con los royals. La familia González Romero, en la Presidencia del Gobierno en la época, en varias portadas: celebrando el sopla tartas del cumpleaños de uno de los niños, en el barco de Pepito, en una isla venezolana de vacaciones; a Laura Boyer con «capota» como Caperucita en la escalinata de un palacete. Veo a Diana y Julio, todas las santas semanas de primavera, verano, otoño e inviernos sucesivos.

Carlos de Inglaterra en Balmoral. Imagen cedida por la Hemeroteca Municipal de Madrid. Revista ¡HOLA!, 85.

Carlos de Inglaterra en Balmoral. Imagen cedida por la Hemeroteca Municipal de Madrid. Revista ¡HOLA!, 85.

¿Qué quedó de lo que eramos hace treinta años?

Ya llevo un rato de “bajón” porque casi todos los que veo en papel están muertos o con un pie en la barca.

Aunque hay una foto que me detiene en mi búsqueda, y cambia el curso de mi pensamiento: Carlos de Inglaterra, Príncipe de Gales, con kilt tumbado en la hierba en Balmoral, según el pie de foto «leyendo a Tolstoi porque el río está seco», lo que no puedo contrastar porque no veo el libro ni veo el río, pero me da igual. Le veo ahí tan embebido de lectura, desconectado. No sé si pensaba en Camilla o si Diana ocupaba una pequeña parte de su pensamiento. No sé si custodiaba el sueño de ser rey de los anglosajones y adláteres; no sé qué queda hoy de ese Carlos, de sus sueños y de sus esperanzas.

Por un momento dejé mi búsqueda y me puse a tomar las notas que conforman este texto. Pasando páginas no paré de encontrarme con «ÉL» y recordé que hace treinta años, yo soñaba con Robertino Rosellini, el hijo de Ingrid Bergman. Soñaba con su flequillo, con su lunar, soñaba con ser la rubia del mes en cualquiera de sus paseos por Montecarlo, Roma o París. Soñé con ser jersey sobre sus hombros, con ser cigarrillo en su boca. Soñaba con ser el volante de su Bentley o el timón de ese yate que sus manos sujetaban con fuerza.

Intenté recordar más sueños. Hace 30 años creía que el mundo era un lugar estupendo para vivir, lleno de gente estupenda y con principios sólidos; donde los chicos querían a sus chicas y sonreían al verlas; creía que los políticos eran esos señores buenos que dirigían los países porque ahí les habíamos situado mediante nuestros votos, y que desde ahí velaban por nuestros intereses y gestionaban nuestro dinero para construir entornos  donde todos viviéramos contentos y en paz. Creía que esos reyes y princesas que, siempre sonrientes, jugaban al polo, navegaban e iban de fiesta o de boda, eran felices, y mantenían sus coronas erguidas a base de cumplir los preceptos del arduo entrenamiento real.

Ahora sé que Carlos no quería a Diana, que Constantino engañaba a Ana María, que Juan Carlos no quería a Sofía sino a Corinna (o tal vez ni a ella) y que Isabel no quería a Julio, o Julio no la quería a ella, ¡qué màs da! Que los políticos no son leales al voto que les dimos y que realmente tampoco les importamos un pimiento.

Lo que vi el otro día, treinta años después, es que en definitiva, esas vidas en couché no difieren apenas de las nuestras, de los cronistas. Me di cuenta al ver a Carlos leyendo que sus sueños, sin ser iguales of course, tendrían la misma base: waiting for the best!

¿Y ahora?

Nosotros también envejecimos, nosotros también tuvimos que ir vendiendo reliquias para sobrevivir, algunos también perdieron sus casas, muchos sus trabajos, y salvo raras excepciones, los maridos también acabaron queriendo a la Corinna de turno por más que nos empeñáramos en lo contrario.

No sé si el pasado fue mejor, lo que sí que veo es que en las fotos de aquellos años, todos sonreíamos y parecíamos felices… y algunos «hasta» lo éramos.

Ahora me pregunto: ¿Qué habrá sido de Robertino Rosellini?

Igual vuelvo mañana a la Hemeroteca y pregunto por ahí.

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Una respuesta a ¿Qué fue de Robertino Rosellini?

  1. Fabio dijo:

    ¡¡Gracias por este ratito!!

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